lunes, 13 de febrero de 2012

ARNO SCHMIDT. El sueño de la ficha




Todavía no había cumplido los tres añitos M. Z. Danielewski (House of leaves) y ya llevaba Arno Schmidt seis años (1963-1969) rellenando las más de 130.000 fichas









que pronto se convertirían (1970) en lo que, sin duda, iba a ser su obra más ambiciosa, “ZETTELS TRAUM” (El sueño de la ficha). Un monumental mamotreto de 1.330 páginas en formato DIN A3 (183,75 € en Amazón),




que hubo de ser editado por medios fotográficos (como la impresión facsímil de un manuscrito medieval iluminado), pues la enorme complejidad de la textura textual del manuscrito (recortes de papel mecanografiado, tachaduras, correcciones y añadidos manuscritos, incorporación de elementos gráficos: dibujos, fotografías, planos, esquemas y cuadros sinópticos, …notas, acotaciones y paréntesis de varia catadura) hacía totalmente inviable su normalización en formato tipográfico.




El texto, o mejor sería decir los textos, discurren en varias columnas paralelas que de continuo se cruzan, se interrumpen o se interfieren; cada una de ellas representa –grosso modo- el punto de vista del ello (id), el ego y el superego,  …o cualquier otro sistema de ventriloquía que de cuenta del barullo sincopado de las voces interiores de un sujeto.



ZETTELS TRAUM es también un ensayo dramatizado acerca de E. A. Poe, en el que, durante 24 horas, un reducido número de personajes debate sobre las previsibles dificultades de la versión alemana de sus obras completas.

La obra permanece inédita en español, pero estos días se acaba de reeditar la trilogía “Los hijos de Nobodaddy” (Momentos de la vida de un fauno, El brezal de Brand, Espejos negros) con introducción de uno de los pioneros del schmidtismo en castellano, Julián Ríos; un gran conocedor de su obra y promotor de las primeras ediciones de Schmidt en la Editorial Fundamentos en los años 70.


lunes, 6 de febrero de 2012

POETAS PERSEGUIDOS. PALABRAS EN FUGA. (II). Miguel de Molinos




“Porque el silencio no es Dios, ni la palabra es Dios, (…) Dios está oculto entre ambos”
(The Cloud of Unknowing, Anónimo inglés, S XIV)



Nada más descabellado que pensar que alguno de sus coetáneos pudiera llegar a vislumbrar en los escritos del místico español Miguel de Molinos (1628 – 1696) algo siquiera parecido a un poema, hoy sin embargo nuestro régimen de representación, y los modos de lectura que comporta, nos prestan las herramientas conceptuales para detectar en su escritura rasgos, ritmos y tonalidades muy próximos a la palabra poética de expresión contemporánea: dicción a un tiempo contenida y desatada, vocación de silencio, experiencia extrema de las lindes de lo decible, desposeimiento y transparencia proclive a la liquidación del sujeto y el abandono de sí, …, en fin, la palabra como instrumento (a un tiempo antena y registro) de entregada disponibilidad.

Aún así, sus textos hubieron de enfrentar, antes de alcanzarnos, una larga travesía de ocultación y olvido para llegar a incorporarse –si bien tangencialmente- al corpus literario de nuestro fecundísimo siglo XVII, en el que además, por otra parte, desentonan situándose en las antípodas estilísticas del barroco español, con un decir económico de figuras, enamorado de la concisión, recortado de adornos, diáfano, de ritmo reposado y alérgico a cualquier sobrecarga retórica.

Su obra más señalada “Guía espiritual” (“Que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz”, como reza el subtítulo), fue publicada en 1675, en sendas ediciones, en lengua española e italiana, en Roma, donde el religioso español estaba desarrollado una intensa actividad como predicador y director espiritual de influyentes personalidades de la época. El libro le deparó numerosos seguidores y asentó su prestigio como asceta de morigeradas costumbres e iluminado verbo.

Miguel de Molinos preconiza en esta obra el camino para alcanzar una experiencia radical de la divinidad, una vía espiritual, luego denominada “quietismo”, orientada al abandono de uno mismo para abrir paso a la inundación de la divinidad que anega esa ausencia, luz que ocupa esa vacancia; ascesis que bebe en las fuentes de la tradición extática cristiana más radical, muy próxima a Juan de la Cruz (el Santo de las Nadas), y a ciertas prácticas ancestrales de meditación budista.

Un discurso visto, como cabe imaginar, con muy poca simpatía por las autoridades eclesiásticas que no tardaron en intervenir. Miguel de Molinos fue arrestado por la policía del Santo Oficio el 18 de julio de 1685 (diez años después de la publicación de su libro, que mientras tanto había alcanzado un notable éxito en los círculo espirituales europeos, y conocido numerosas ediciones en las principales lenguas del continente). El proceso de la Inquisición se prolongó durante dos años y, ante la fragilidad de las acusaciones doctrinales, fue derivando enseguida hacia fantasiosas acusaciones relativas a la moral sexual del acusado, materia en la que “los cardenales inquisidores hacen gala de una suntuosa imaginación” (Valente), y que, de no haber sido quemadas -¡qué obsesión con la hoguera!- cien años después de haber concluido el proceso, podría haber llevado a las actas judiciales a una docta edición en la colección “La sonrisa vertical”.

Numerosos testimonios de la época dan cuenta de la inquebrantable serenidad y el desapego con que el reo asistió a todas las fases de su proceso, interrogatorios, abjuración (habría aceptado con total indiferencia, sin decir una palabra todas y cada una de las acusaciones, “sin mostrar arrepentimiento, ni dar señal de él”) y condena; paz interior, imperturbabilidad que no podía sino acrecentar el odio y el ánimo de venganza de sus acusadores y jueces.

En noviembre de 1867 se le condena a reclusión perpetua y se cubren sus escritos con una espesa sombra en un intento vano de silenciar su voz para los siglos venideros. Nueve años más tarde moría Miguel de Molinos en las mazmorras de la Inquisición en un monasterio de Roma.


Miguel de Molinos
Guía espiritual
Libro tercero, capítulo xx.
Enséñase cómo la nada es el atajo para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz.

“191.- Por el camino de la nada te has de llegar a perder en Dios, que es el último grado de la perfección, y si así te sabes perder, serás dichosa, te ganarás y te acertarás a hallar. En esta oficina de la nada se fabrica la sencillez, se halla el interior e infuso recogimiento; se alcanza la quietud y se limpia el corazón de todo tipo de imperfección. ¡Oh, qué tesoro descubrirás si haces en la nada tu morada! Y si te entras en el centro de la nada, en nada te mezclarás por afuera (escalón en donde tropiezan infinitas almas), sino solamente en aquello que por oficio te toca. 

192.- Si te estás encerrada en la nada, adonde no llegan los golpes de las adversidades, nada te dará pena, nada te inquietará. Por aquí has de llegar al señorío de ti misma, porque sólo en la nada reina el perfecto y verdadero dominio. Con el escudo de la nada vencerás las vehementes tentaciones y terribles sugestiones del envidioso enemigo.

193. - Conociendo que eres nada, que puedes nada y que vales nada, abrazarás con quietud las pasivas sequedades, tolerarás las horribles desolaciones, sufrirás los espirituales martirios e interiores tormentos. Por medio de esa nada has de morir en ti misma de muchas maneras, en todos tiempos y a todas horas. Y cuanto más fueres muriendo, tanto más te irás profundando en tu miseria y bajeza; y tanto más te irá el Señor elevando, y a sí mismo uniendo.

194.-¿Quién ha de despertar al alma de aquel dulce y sabroso sueño, si se duerme en la nada? Por aquí llegó David sin saberlo a la perfecta aniquilación. "Fui devuelto a la nada y no lo supe". (Salmo 72). Estándote en la nada, cerrarás la puerta a todo lo que no es Dios; te retirarás aun de ti misma y caminarás a aquella interior soledad a donde el divino Esposo habla al corazón de su Esposa, enseñándola la alta y divina sabiduría. Ahógate en esa nada y hallarás en ella sagrado asilo para cualquier tormenta.

195.- Por este camino has de volver al estado dichoso de la inocencia, que perdieron nuestros primeros padres. Por esta puerta has de entrar a la tierra feliz de los vivientes, donde hallarás el sumo bien, la latitud de la caridad, la belleza de la justicia, la derecha línea de equidad y rectitud y, en suma, toda la perfección. Últimamente no mires nada, no desees nada, no quieras nada, no solicites saber nada, y en todo vivirá tu alma con quietud y gozo descansada. Este es el camino para alcanzar la pureza del alma, la perfecta contemplación y la interior paz. Camina, camina por esta senda segura y procura en esa nada sumergirte, perderte y abismarte si quieres aniquilarte, unirte y transformarte.”

(Texto de Miguel de Molinos editado por J. A. Valente, Ensayo sobre Miguel de Molinos, Barcelona , 1974)

jueves, 2 de febrero de 2012

POETAS PERSEGUIDOS. PALABRAS EN FUGA. (I)




Palabra doblemente exiliada la del poema silenciado: voces amordazadas, mutismos amedrentados y amenazas que acaso se cumplan.

Iniciamos aquí un recorrido (aleatorio y no sistemático) por algunos desencuentros entre la razón poética y la razón política. Fricciones. Choques a menudo sangrientos del poema con su entorno: palabras que han de batirse no solo con la incertidumbre de su propio decir, sino que habrán de enfrentarse además a las no menos dolorosas aristas de la realidad que las ha engendrado.

Una colección (arbitraria, fruto únicamente de las afinidades personales) de poetas que en el ejercicio de la palabra se han visto arrinconados, perseguidos, obligados a tomar el camino de la cárcel o del exilio, …e incluso, en ocasiones, arrastrados a la muerte y el martirio.

La pluma golpeada por la espada, bajo cualquier latitud y en cualquier momento histórico, la palabra desnuda contra los totalitarismos del más diverso signo. Desde Ovidio hasta Osip Mandelstam o Paul Celan, con parada obligatoria en nuestra desbaratada Generación del 27, Lorca y Miguel Hernández, pero también Ezra Pound delirando en su jaula italiana y el conde de Villamediana agonizando en una acera de Madrid, o –por qué no- Miguel de Molinos y José Val del Omar.

Comenzaremos por aquel bardo primigenio que a punto estuvo de perder el cuello en el palacio de Ulises cuando el retorno del héroe, situación salvada con un venial gesto de indignidad que traza un retrato poco favorecido de todo el gremio. Así leyó José Ángel Valente la rapsodia vigésimo segunda de la Odisea en la que se relata el percance:

        “A gatas, entre el sudor de la venganza y el humo de la sangre, llegó al fin hasta el héroe Femio Terpíada, el aedo: venía con la lira sobre el pecho, a modo de protección o de escudo irrisorio, gimiendo como hembra paridera.

        -Ah tú, heroico vate –dijo Odiseo, tentándole el pescuezo con mano carnicera.

        Pero el poeta cayó de golpe al polvo, sacudido por las convulsiones del miedo. El héroe rió con ferocidad rayana en la ternura.

       -No quieras degollarme –dijo Femio con voz casi ilegible-. Canté a los pretendientes, obligado por la necesidad, la canción que un dios me inspiraba. Los tiempos son difíciles y quién iba a pensar que tú vendrías. Así que tuve necesidad de pan, de un puesto, de un pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes por provincias.  /…/ Los dioses me engañaron, pues ellos hacen la canción y la deshacen /…/ No quieras tú quitar la vida a quien nada tiene de sí, pues ni siquiera la canción es suya.

        Así habló el aedo, mercenario de dioses y de hombres, y Telémaco que asistía a su padre en la matanza, pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica en los años siguientes a la guerra de Troya, intervino a favor del poeta caído.

       Así salvó el Terpíada lira y pelleja, con la indignidad propia de una especie en la que, gratuito, un dios pone a veces el canto.

       Odiseo y Telémaco azufraban la casa y encendían el fuego. Las esclavas oían temblorosas las órdenes del amo, apretujadas unas contra otras como tibias becerras. El poeta, sentado aún sobre un charco de sangre, pulsó al azar la lira. Se oyó un sonido tenue, tenaz e inútil, que quedó en el aire, solo y perdido, como un pájaro ciego.”

(J. A. Valente, El fin de la edad de plata, Barcelona , 1973)