jueves, 2 de febrero de 2012

POETAS PERSEGUIDOS. PALABRAS EN FUGA. (I)




Palabra doblemente exiliada la del poema silenciado: voces amordazadas, mutismos amedrentados y amenazas que acaso se cumplan.

Iniciamos aquí un recorrido (aleatorio y no sistemático) por algunos desencuentros entre la razón poética y la razón política. Fricciones. Choques a menudo sangrientos del poema con su entorno: palabras que han de batirse no solo con la incertidumbre de su propio decir, sino que habrán de enfrentarse además a las no menos dolorosas aristas de la realidad que las ha engendrado.

Una colección (arbitraria, fruto únicamente de las afinidades personales) de poetas que en el ejercicio de la palabra se han visto arrinconados, perseguidos, obligados a tomar el camino de la cárcel o del exilio, …e incluso, en ocasiones, arrastrados a la muerte y el martirio.

La pluma golpeada por la espada, bajo cualquier latitud y en cualquier momento histórico, la palabra desnuda contra los totalitarismos del más diverso signo. Desde Ovidio hasta Osip Mandelstam o Paul Celan, con parada obligatoria en nuestra desbaratada Generación del 27, Lorca y Miguel Hernández, pero también Ezra Pound delirando en su jaula italiana y el conde de Villamediana agonizando en una acera de Madrid, o –por qué no- Miguel de Molinos y José Val del Omar.

Comenzaremos por aquel bardo primigenio que a punto estuvo de perder el cuello en el palacio de Ulises cuando el retorno del héroe, situación salvada con un venial gesto de indignidad que traza un retrato poco favorecido de todo el gremio. Así leyó José Ángel Valente la rapsodia vigésimo segunda de la Odisea en la que se relata el percance:

        “A gatas, entre el sudor de la venganza y el humo de la sangre, llegó al fin hasta el héroe Femio Terpíada, el aedo: venía con la lira sobre el pecho, a modo de protección o de escudo irrisorio, gimiendo como hembra paridera.

        -Ah tú, heroico vate –dijo Odiseo, tentándole el pescuezo con mano carnicera.

        Pero el poeta cayó de golpe al polvo, sacudido por las convulsiones del miedo. El héroe rió con ferocidad rayana en la ternura.

       -No quieras degollarme –dijo Femio con voz casi ilegible-. Canté a los pretendientes, obligado por la necesidad, la canción que un dios me inspiraba. Los tiempos son difíciles y quién iba a pensar que tú vendrías. Así que tuve necesidad de pan, de un puesto, de un pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes por provincias.  /…/ Los dioses me engañaron, pues ellos hacen la canción y la deshacen /…/ No quieras tú quitar la vida a quien nada tiene de sí, pues ni siquiera la canción es suya.

        Así habló el aedo, mercenario de dioses y de hombres, y Telémaco que asistía a su padre en la matanza, pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica en los años siguientes a la guerra de Troya, intervino a favor del poeta caído.

       Así salvó el Terpíada lira y pelleja, con la indignidad propia de una especie en la que, gratuito, un dios pone a veces el canto.

       Odiseo y Telémaco azufraban la casa y encendían el fuego. Las esclavas oían temblorosas las órdenes del amo, apretujadas unas contra otras como tibias becerras. El poeta, sentado aún sobre un charco de sangre, pulsó al azar la lira. Se oyó un sonido tenue, tenaz e inútil, que quedó en el aire, solo y perdido, como un pájaro ciego.”

(J. A. Valente, El fin de la edad de plata, Barcelona , 1973)

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