sábado, 25 de noviembre de 2017

Una lectura de MELTEMI por Franisco Layna




RECUERDOS DE MI AUTOPSIA

            Hay una anécdota: una sala, un diván, alguien que escucha en modo psicoanálisis. Pero Meltemi es mucho más. En ese interior de celulosa y tintas, porque de interior se trata, las palabras salen como si fueran a buscar sin conocer direcciones, un paseo en plan flâneur por la enormidad de lo nombrado. Se les da un ligero empujón, y ¡hala, al mundo, a desenvolverse las palabras entre representaciones y silencios! Algunas regresan, otras buscan una compañía distinta, otras caen rendidas en el tiempo. “Ellas cantan y nosotros movemos los labios”. Última llamada para que empiece la sesión.

            El poema de Cerviño nunca es un resultado. Intuyo que él desea hablar de encrucijada, pero en los cruces de caminos hay que decidir un rumbo. Cerviño elude esta decisión, casi arrastrado por la fuerza de su propia escritura. El poema se dice a sí mismo, para decirse de modo distinto. Sin duda avanza, pero en cualquier dirección, quiero decir que también avanza, y con suma frecuencia, hacia la molécula, el protozoo de la palabra. Los preliminares de la significación. El amnios del lenguaje: “/ la palabra originaria era un Todo universal girando pleno en torno a la luz inagotable del sentido /”.  En ese plasma se mueve, indeciso y desvalido, claro está. Lo mismo y su contrario para decirse. La verbalización de un deseo que comparece para buscar el principio, el momento en que el lenguaje y sus referentes acuden en auxilio de un sujeto. A partir de ahí, silencios incendiados.

            Meltemi + Tomas falsas, el último libro de Ángel Cerviño. Cualquier comentario es inútil si se reduce a su excelencia. Yo hablaría de temeridad, un arrojarse por la ventana de las palabras. Vemos su caída, nos alcanza. La dispersión forma parte de su quehacer. Quiero imaginarlo moviéndose de un lado para otro, buscando esquinas, huecos, vacíos en la textura, como si estuviera colgado de una bóveda e intentara alcanzar los extremos. Queda ya dicho: la dispersión forma parte de su registro poético. Averiguar cuál es la materialidad de esa parte es casi labor de la ciencia, la física nuclear o la ingeniería genética. Por eso decía que Meltemi es mucho más que una sesión de conciencia compartida con un interlocutor. El viento, ahora Meltemi, antes Nordés y Bura, es casi la única seguridad.

            Teoría poética. Poesía posicional: desde algún lugar buscar la razón de alguna existencia, aunque no necesariamente la suya. Se basta con que otros ecos adopten su ritmo. Es una poesía muy poco conforme con las orillas. Desborda. No hay llegada, la palabra se queda, buscándose, intentando alianza con lo reconocible. Es un río que no va a dar al mar.
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            No es extraño que el autor, como en los apartes teatrales, salga de la escena para evidenciar que no hay enunciación estable (1). Es decir, se retira. En ese instante, texto y autor parecen seguir cursos distintos, aunque ambos se baten en retirada. Parecen regalar el espacio físico que ocupa la página. En la deriva, en el garete, queda cualquier significación. Pero cuidado: queda y esto es de una crucial importancia que luego abordaremos. Toda esta escenografía suele ir acompañada de una edición en forma de notas a pie de página, como sucede en algunos de sus libros. De la necesidad de exégesis y escolio se deduce que el texto necesita, al igual que en los clásicos, una amplificatio, en evidencia de la escritura nunca definitiva. Voces en off, contrabando del nombrar, insurrección del significado, apostasía del verbo…. “/ Dos se besan con ardor y cada uno pertenece a una historia diferente /”.

            La destrucción puede ser admirable, incluida la de la infancia. El ave fénix arde en la hoguera de su propio excremento. La crítica solo es posible como crisis, revolviendo en el derrumbadero, buscando en las cenizas. Desde ese momento de búsqueda, la literatura pierde su justificación, como decía W. G. Sebald (2). Crítica sobre la obra arruinada, sobre la ceniza. Es la señal de la existencia destruida. Solo quedan indicios y el arte únicamente es posible a partir de esa ceniza, comentaba Walter Benjamin (3). El ave fénix incendia a su padre sobre una hoguera levantada con su propio estiércol. Ese ave fénix solo caga canela, escribía Catherine Clément para aludir a Jacques Lacan. Ángel Cerviño pasaba por ahí, tal vez manos en los bolsillos, y decidió, también en pira sacrificial, escribir un poema, un inventario heteróclito del “yo”, en definitiva (4).

            Desde Locke y su Ensayo sobre el entendimiento humano se conserva la ecuación identidad personal y memoria. Yo soy por ahora el lector, y hago del texto, por tanto, un sayo, una capa y un entero y esmerado ajuar. El libro de Cerviño no se circunscribe, únicamente, a la ya canónica dispersión del “yo”, sus residuos erigidos en un lenguaje a golpe de deseo y necesidad. La idea de la memoria como cajón de sastre roza lo manido, lugar común de cualquier discurso que se pretenda inquieto, no acomodado a la tradición. Vano empeño, desde el momento que la redundancia es la credencial de casi cualquier comunicación.

            Como en toda autobiografía, Meltemi necesita del pacto del que hablaba Lejeune: quedemos, como acuerdo entre personas de bien, en que la voz dentro y fuera del texto coinciden (5). En este sentido Cerviño se acercaría a la impotencia magistralmente creativa de algunos místicos. La incapacidad de expresar aquello que solo se intuye, se presiente, la sombra de lo que fue ensueño, y acaso ni eso. Esto es muy serio, y de centenaria formulación. La ecolalia y la glosolalia son enfermedades del lenguaje. ¿Habrá una medicación específica que sane la lengua? Paul Ricoeur hablaba de que solo es posible el “yo” a través de una narración (6). ¿Qué pasa, entonces, cuando la lengua nos es insuficiente o poco capaz o convalece de enfermedad? Confiamos en los fármacos, en la terapia y en la cercanía de los amigos, necesitamos que alguien escuche el relato de lo que pretendemos ser: ese alguien se encarna en el interlocutor, el oidor, no pocas veces en la oración al vacío. Como telón de fondo, allá, en la recámara, la soledad y sus adjetivos. Meltemi es un libro excepcional, diría convencido que lo es toda la obra de Ángel Cerviño. Uno de los mejores, sin duda.

            “Mejor vuelvo a empezar”, dice varias veces comprometido con su propio relato. Estoy empeñado en sacarlo de las excelencias de las hornadas de última hora. Ubicarse en la urgencia del “ultimismo” es  relativamente sencillo, basta con algo de astucia, sondear en lo que se cree margen y buenas dosis de retórica y tono. Nada distinto desde el Renacimiento italiano, pero suele ignorarse.

            Uno de sus libros se llama ¿Por qué hay poemas, y no más bien nada?, fase previa de este Meltemi que empuja desde popa. Es frase de Leibnitz, después de Heidegger. ¿Por qué hay algo, y no más bien nada? ¿Por qué hay ser y no más bien nada? ¿Por qué somos en vez de una nada paradójicamente totalizadora? Antes hablábamos de que en esta poesía algo queda, sea como adherencia, residuo, sea como entropía de la significación. Pero entropía significa desorden. Firmamos en cónclave que el sentido no es una certeza de lo previo, jamás una aspiración del poema. Sin embargo, en la poesía de Cerviño esta basura, y él se reconoce en esta labor de recogida y reciclado, tiene una valencia, gramatical y biológicamente hablando (7). Esta escritura tiene una evidente preocupación por lo que hay más allá de cualquier designación. He ahí el problema, he ahí el origen de su grandeza: la materialidad de su pregunta, la razón del poema, de su voz, de todo aquello que lo acompaña. Aduzco como prueba de lo que expongo una de sus preguntas más directas: “¿qué clase de verdad enuncia la poesía?” (8). Cualquier respuesta irremediablemente se avendrá mal con el canon de la disidencia, sonará a holderliano rastreo. El poema es una reunión de ecos, nadie podrá discutirlo, pero son ecos que dejan impronta, tibio rescoldo. Por ahí cabe el husmeo, se intuye cierta entraña. Es una teoría poética, pero también una teoría del deseo. El prólogo de la voluntad.

            El libro empieza con un cálculo de lo que durará la sesión: una hora, veintiún minutos y treinta y dos segundos. Demasiada velocidad. Tenemos un paciente que habla y aquel que escucha desde un silencio en blanco, página por estrenar o pared de cal. Las tres primeras palabras son “no sé / quizá”. Las tres última “claro que sí”. ¿Mejoría? ¿Ganas de terminar? ¿Fin del historial clínico? Tal vez así fuera en su día, ahora con las Tomas falsas se reabre el caso. Una recaída, una secuela, la fiebre recurrente. En las primeras líneas tres veces aparece la conjunción “mientras”, y en la segunda línea el adverbio “simultáneamente”. En esa temporalidad sucede el poema/sesión, en el durante, en ese espacio cabal que va entre el antes y el después, territorio del gerundio, de lo que no encuentra un cierre adecuado y completo. En el eco, en las afueras, en el desecho, en la huella y en el arcén, en la renuncia a la poesía bonita y bien dicha: hay se localiza, también, la escritura. He escrito “también” colmado de conciencia, por el apremio que siento de situar toda la obra de Cerviño en un dominio superior a cualquier vigilancia, sea tradición o sea vanguardia. Dos palabras ahora en bancarrota. A la poesía de la claridad o del sentimiento se opone la del afán de discrepancia. En ambos casos, se suele caer en ese lugar llamado común.

            “Las opiniones nos tienen a nosotros”, dice. Ya se sabe: ‘Los libros nos leen’. El sujeto activo es, en el instante de su acción, sujeto pasivo, bien desde el diván o bien desde la biblioteca. Todo sucede al mismo tiempo. El instante es imperativo, y todo lo demás es memoria o hipótesis. Cerviño lo sabe, por eso, por su persistencia en lo que es ahora, vuelve una y otra vez sobre su escritura, alude a su error, la corrige, incluye el matiz o la duda. Pura oralidad, la de una confesión a tumba abierta ¿Tumba o cuna? Que lo diga el psicoanalista, que para eso cobra sus buenos honorarios.

            En pleno siglo XVI Teresa de Jesús escribía sus Moradas. En no pocas ocasiones la autora alude a su propia escritura y al contexto en que se produce. El hecho de escribir se convierte en una plena, plenísima conciencia del proceso, y no lo oculta, antes todo lo contrario, convierte el decir y su vicisitud en un pliego de descargo: menciona el momento exacto en que se desarrolla su escrito, pide ayuda sagrada para solventar su mala memoria o su impericia para concretar lo que pensaba escribir, aventura lo que tal vez vaya a decir en páginas más adelante, o alude a la condición poco letrada de sus lectoras, o recurre a una deixis que reclama cercanía, como si tuviéramos a nuestro alcance lo que allí mismo nos señala… Una fascinante inseguridad por depender en exceso del recuerdo, que se le nubla y del que desconfía. Es un diálogo en que el yo escribiente presenta sus cartas perdedoras, sus trabas e impericias. Apuesto diez de los grandes a que a Cerviño le interesan las ocho, diez líneas anteriores . Dice nuestro poeta: “/ cuanto más cerca de uno mismo se habla / más maliciosas e indóciles se vuelven las palabras // […] / las palabras siempre están tramando algo / ellas tienen sus propios intereses / conspiran en reuniones clandestinas / asambleas que se celebran en nuestra mente / […] / aposta nos desorientan / se hacen las encontradizas / saben muchas historias de ausencia / […] / y toda confesión acaba convirtiéndose en un decir fallido”. Diez mil reales de vellón a que Teresa de Cépeda llamaría por teléfono a Cerviño  solamente por esta última frase.

            Alguna vez, con tiempo, intentaré establecer equivalencias entre la poesía de Cerviño y la literatura de los siglos XVI y XVII.

            Hay quien habla de poesía que comunica, en contraste con la que se considera ilegible. En esa ilegibilidad encuentro yo la cercanía que para sí reclama la claridad y el sentimiento manifiesto, fundamentalmente porque el lenguaje poético intenta desprenderse de la funcionalidad del habla cotidiana. La poesía ‘resemantiza’ lo que la comunicación convirtió en yermo. Lo contrario radica en un lenguaje poético que amplia tanto el sentido de la palabra, que se adentra en el firmamento de lo inefable, aquella característica/incapacidad del místico. El anhelo de una lengua abierta, aunque solo sea una rendija, ya es motivo de mi elogio. En Cerviño lo está, pero de par en par. Se trata de la resistencia de “Los Oscuros”, dice él, de los “enemigos de la Claridad Pública”, perseguidos por la dependencia secreta de los Servicios de Seguridad Verbal. En este Régimen de Claridad, el gobierno ha traducido a lenguaje simplificado toda la historia de la literatura. Como buen psicoanálisis, la ficción es el estambre de la confidencia: “yo creo que Freud fue uno de los más grandes novelistas del siglo XX”, afirma tan campante.

            Meltemi + Tomas falsas se inicia con un verso de Paul Celan: “estábamos muertos y podíamos respirar”. Es difícil empezar de mejor manera. Como en cualquier relato onírico, se impone la lectura “letética”, aquella en la que el lector asume la postura de suspensión de su incredulidad, como la de ese relato de aires hindúes de Thomas Mann en que dos jóvenes se intercambian las cabezas (Las cabezas trocadas).

            Y al final el libro es un mar muerto en el que flotan las “palabras ahogadas / inertes / flotando boca abajo en el fragor sin reflujo de conciencia”. La imagen es arrolladora. Lo es toda la obra entera de Ángel Cerviño.
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(1) Por ejemplo el poema “Margen”. En Impersonal. Madrid: Amargord, 2015.
(2) W. G. Sebald. Sobre la historia natural de la destrucción. Barcelona: Anagrama, 2003. 61-62.
(3) Jean Louisse Déotte. “Scheerbart, la cultura del vidrio”. En Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Santiago de Chile: Ed. Cuarto Propio, 1998. 172.
(4) “El ave fénix solo caga canela”. En El ave fénix solo caga canela (y otros poemas). Barcelona: DVD, 2009.
(5) Philippe Lejeune. El pacto autobiográfico. Madrid: Megazul-Endymión, 1994.
(6) Paul Ricoeur. Sí mismo como otro. Madrid: Siglo XXI, 1996.
(7) “Trapero o poeta, a ambos conciernen los desechos” (Walter Benjamin). En Exogamia. Cáceres: Liliputienses, 2017.
(8) Nota a pie de página del poema  XXXII. En Exogamia. Cáceres: Liliputienses, 2017.

viernes, 24 de noviembre de 2017

MELTEMI en La Galla Ciencia de la mano de Francisco Layna

Recuerdos de mi autopsia.

Raúl Quinto, escribe sobre EXOGAMIA en Quimera,

Palarvas, Raúl Quinto
"El libro se concibe como una aventura perfomativa, a medio camino entre el arte conceptual y la poesía tradicional; que es justo el lugar donde se ha situado Ángel Cerviño desde suss primeras incursiones en el formato libro."

 

lunes, 21 de agosto de 2017

Exogamia en RITUAL. Blog de Ernesto García López

http://ernestogarcialopez.blogspot.com.es/2017/08/reunion-de-escrituras.html

REUNIÓN DE ESCRITURAS



Todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo. Amén.
Ángel Cerviño

Ya saben, vaya por delante la etimología. “Exogamia” es el proceso biológico por el cual se produce el cruzamiento entre individuos no emparentados genéticamente que conduce a una descendencia cada vez más heterogénea. Conociendo como conozco a Ángel Cerviño, intuyo que este libro supone un paso más en su rigurosa, exigente y libérrima concepción de la escritura. Un despoblarse a sí misma, o mejor dicho, un mestizarse con otros registros de la lengua dando lugar a eso que Benito del Pliego denomina una “reunión de escrituras”. Pero vayamos más despacio…

Con/Contra la simbolización
Decía Lacan que “lo real es aquello que resiste a la simbolización”, es decir, ese “exceso de sentido causando una perpetua falla en el intento por constituir la objetividad social”. Estas palabras, me parece, nos podrían ayudar a rastrear uno de los estilemas fundamentales de Cerviño. Su noción del lenguaje poético como aquello que, para dar cuenta de lo real, acepta y asume el continuo desborde de lo real-mismo más allá de cualquier intentona por codificarlo mediante la simbolización. Su literatura (que no es literatura sino un “haz de textualidades” donde ensayo, poesía, narrativa, filosofía, psicología y sociología se inoculan entre sí) es una literatura de la “falla”, de la propia incapacidad del lenguaje para “apresar” lo real, para dotarlo de estabilidad semántica. El lenguaje poético de Cerviño, creo, es una escritura del “apeirón”, de lo indefinido e indeterminado. Una materia lingüística que (re)encarna la contingencia del mundo, su movimiento incesante, su inacabamiento permanente. Su poesía es “contra-simbolizadora” en la medida que acepta los límites ontológicos del símbolo como mecanismo de traducción de la vida. Pero al mismo tiempo es “(alterno)simbolizadora”, en la medida que, aun aceptando esos límites, prosigue tozudamente tras la búsqueda ideacional de la imagen capaz de capturar significaciones latentes de lo real. En este sentido, la poesía de Cerviño sería algo así como un “condensador de sentidos inmanentes”. Veamos un ejemplo:


XXX
EL ALMA HUMANA ESTÁ EN EL TIEMPO 
COMO LA SALAMANDRA EN EL FUEGO.
Razón práctica del alba / deseo
de ser asaeteado / húsar que vuelve de vacío
compostura del nunca acabar
anocheció in fraganti  / en su pupila ociosa
anublada / poco paró la luna*
en el agua del pozo / aún si candor no cuaja
garza de plegaria y devoción / pueril
al borde de los párpados / venías derrama
                                                               plumaje abajo
*¿Cuántos “luz de luna” (Mondschein) en libros de poesía que llevaban en sus mochilas los soldados de la Wehrmacht?

Una poesía “gerundial”
Ahora bien, una poesía como la suya que acepta el “apeirón” del lenguaje, no puede traducirse estilísticamente en una escritura afirmativa, totalizadora, prospectiva. Más bien ha de insertarse en eso que decía Pessoa: “Ser es, para mí, admirarme de estar siendo”. Los poemas de Exogamia pueden leerse como algo “que se está dando”, que deviene en el instante mismo de lectura. Nunca se estabilizan. Nunca quedan atrapados del todo. Su(s) sentido(s) escapa(n), se diluye(n), se reagrupa(n). Cuando vuelves sobre alguno de los textos días más tarde, obra el milagro de la reencarnación. No son ya los poemas que leíste antes, pues su escritura se ha vuelto una recomposición permanente de cualquier anhelo semantizador. Por eso lo denomino “poesía gerundial”. En definitiva, se trata de llevar a buen puerto la máxima mallarmeana que abre el libro: “La obra implica la desaparición elocutoria del poeta, quién cede la iniciativa a las palabras”. Son palabras en su hacer desnudo, en su “estar siendo”, las que protagonizan sus páginas. No los temas ni las supuestas voces que los sostienen. Ni tan siquiera el aparato crítico y bibliográfico que acompaña en veladura al final del libro. Son las palabras mismas, crudas, su desbocado hacer, su “no callar” indiferente a nuestra obstinada (y fracasada) obsesión por dotarlas de sentido.
Alquimias espacio-temporales
Y como en todo lo existente “gerundial”, el espacio/tiempo que habita no es lineal, único, prefigurado. Más bien lo contrario. Estaríamos ante un lenguaje poético que integra la “multitemporalidad”, que reconoce la propia disolución de esas categorías como arquitecturas cognitivas. Pasado, presente, futuro, aquí, allí, se entrecruzan sin solución de continuidad. Nunca sabemos exactamente cuándo ni dónde estamos al leer estos poemas. Sus territorios están en fuga permanente. Un ejemplo de ello lo tenemos en el ¿poema? XXII que no puedo trascribir porque es muy extenso. En este “haz de textualidades” (poema, microensayo, cuento…) asistimos a un personaje que, de manera fortuita, contempla un “supuesto” escenario teatral donde habla un perro. Todo es vago, impreciso, nebuloso, pero al mismo tiempo concreto, encarnado, tangible. En esa “falla” el tiempo parece detenerse. No sabemos si pasamos mucho rato o poco. Ni si estamos en un presente o, en el fondo, en un pasado/futuro que se elonga más allá de su supuesta continuidad. Obra la alquimia, la disipación alcalina de los referentes.

La “falla” constitutiva del lenguaje
Pero ya para acabar, volvamos al asunto central del libro. La cuestión de la “falla” del lenguaje. Si se me permite traer al plano de la poesía ciertos análisis sobre la subjetividad y la política que autores argentinos como Ernesto Laclau o Martín Retamozo han realizado, creo que podemos (re)leer Exogamia desde la siguiente interpretación hermenéutica. Si partimos, en línea con Lacan, que “lo real” sería todo aquello que se resiste a la significación, todo aquello que excede las posibilidades contingentes de una determinada arquitectura sociocultural, la poesía sería algo así como una “operación discursiva” que, o bien intenta proponer un cierto “orden de lo real” (ahí encontraríamos a determinadas escrituras objetivistas, figurativas, mal llamadas realistas), o bien persigue dar cuenta de esa “inestabilidad constante de lo real” (y ahí, a mi juicio, podríamos ubicar a las escrituras herederas de las vanguardias históricas). La poética de Cerviño, como es obvio, se encuadra dentro de este segundo ámbito. No obstante, sea de un modo u otro, y dado que el lenguaje (los “juegos de lenguaje” que diría Wittgenstein), es incapaz de producir un orden estable sobre lo real, hemos de reconocer que en su seno opera una suerte de “fisura constitutiva” (Retamozo lo denomina “jôra”), una “falla” indeleble. Ninguna estrategia discursiva (sea del tipo que sea, narrativa, poética, periodística, ensayística, etc.) puede estabilizar ese “exceso de significación” de lo real. Ahora bien, justo por eso, el lenguaje poético, o mejor dicho, las variantes del lenguaje poético que asumen la indeterminación ontológica de lo real, arbitran su “operación discursiva” en tanto mecanismo de apertura, una suerte de “autodeterminación del lenguaje” que busca, sobre todo, la constitución de un “tiempo de la lengua”. Por “tiempo de la lengua” me refiero a aquel espacio semántico capaz de desnaturalizar los sentidos hegemónicos del lenguaje heredado, así como la des-simbolización y des-identificación respecto de los sentidos y las estructuras estilísticas de esos mismos lenguajes hegemónicos. Exogamia, creo, pertenece a ese linaje de libros que propician un “tiempo de la lengua”, que buscan desanclar nuestros lenguajes y nuestra cognición de los sentidos hegemónicos heredados. Y por eso me parece necesario, recomendable y fascinante.

Acabo ya. Por favor, no se pierdan el prólogo de Benito del Pliego ni el postfacio de Maurizio Medo. Más allá de ayudarnos a entrar en esta obra, se comportan como toda una lección de poesía contemporánea. Nos ayudan a entender las mutaciones, las apuestas y los riesgos, de las escrituras que hoy en día tratan de huir de cualquier tipo de estabilización. Un lujo.   

lunes, 20 de febrero de 2017

MetaEmoción.



[Maurizio Medo. Y un tren lento apareció en la curva.]

La voz es la carne del alma.
 (Mladen Dolar)






Quiso Azar, divinidad que a todas las demás gobierna, que justo en el momento en que llamó a mi puerta el cartero con el nuevo libro de Maurizio Medo, Y un tren lento apareció en la curva, yo estuviera retirando de la estantería un libro de Jacques Vaché, más exactamente el libro de Jacques Vaché, la conocida colección de poco más de media docena de cartas (Lettres de guerre) dirigidas a lo largo del año 1917 a un jovencísimo André Breton que tras el suicidio del remitente las publicará a título póstumo; unas pocas decenas de páginas que han bastado para situar a su autor en el corazón de las vanguardias de los primeros años del siglo XX, hasta el punto que se ha llegado a decir que el surrealismo no habría sido lo que fue sin las cartas de Vaché (sin olvidar, enfilando ya hacia nuestro continente, que un epígrafe de las Lettres de guerre abre a los lectores las puertas de Rayuela).

El librito de Vaché me ha acompañado durante décadas (tengo una edición de 1974) como modelo literario, como el inalcanzable ideal de la clase de escritura que ya ocasionalmente llegaba a vislumbrar desde mucho antes de la publicación de mi primer libro; una escritura quebrada, de dicción sincopada, que camina rompiendo los tiempos y driblando ritmos, abriendo bien los ojos en todas las direcciones físicas y mentales, haciéndose por decoro la distraída; una energía vital que no encuentra quizá donde posarse y responde con un humor soterrado y sin concesiones a "la inutilidad teatral (y sin alegría) de todo".  

El diapasón-Vaché me ayuda desde entonces a afinar mis propios instrumentos retóricos cada vez que alguna de mis incontables (e incurables) salidas por las ramas me hacen perder la senda; y como varita de zahorí me ha servido también para detectar escrituras afines, aguas soterradas y acuíferos nutrientes. Así, deambulando con mi brújula conceptual, llegué a cruzarme hace unos pocos años con los poemas de Maurizio Medo y pude reconocer en él esa clase de música que ya se oye pero todavía no se puede tocar (Cortázar dixit); así se tienen que hacer las cosas, volví a decirme, como cuando el encuentro juvenil con Vaché, ante sus versos, esta forma de trabar los ecos y disponer sobre el papel las consecuencias es algo que he de tener siempre presente.

La publicación de su poesía reunida, Cuando el destino dejó de ser víspera (2015), en la monumental edición de Liliputienses (¡menudo oxímoron!) supuso ya el definitivo asentamiento de Maurizio Medo en mi particular olimpo. En sus poemas encontré la plasmación de algo que, acaso sin ser totalmente consciente de ello, había estado buscando desde mis primeras exploraciones artísticas y literarias: una musicalidad de la forma que se revela como eco de la musicalidad del mundo ("juegos de sentido que se organizan en torno a kits de conceptos y resuenan como frases musicales: grupos de notas/ideas sometidas a secuencias de repetición y permuta", escribí tanteando, en el prólogo de mi primer libro). El alma musical del universo resuena en el cuerpo fónico de un poema que ya se nos presenta como pensamiento coreografiado, el aroma de la forma reverbera en ambos sistemas que -sin llegar jamás a tocarse- intercambian sus reflejos danzantes, sangran la misma sabia, florecen de la misma sangre ("En vez de paporrretear doctas teorías danzo el danzón." Manicomio). Texto en fuga, cabriola y notación de danza, texto que huye sobre todo de sí mismo ("¿Soy la reina o el conejo?"), para concluir que acaso la pura conectividad autopropulsada de los componentes sintácticos pueda llegar a ser el único rodeo posible para acercarse a lo propio, a lo personal de un sujeto vacante, un yo huésped, el puesto hueco que podrá ocupar todo aquel que transite por el texto, ...todo lector del poema.

Eso es lo que Medo pone en marcha en cada nueva entrega, la maquinaria de perfecta cojera con que el lenguaje nos trae y nos lleva a su antojo, nos arrastra al goce autoconsciente de su propia sonoridad, y se explora a sí mismo en nuestro nombre ("¿era de hueso, o estaba ahí como noción?" Las alcobas blancas). Texto que no acierta a ser ninguna otra cosa, el poema lo es siempre por defecto, por incumplimiento, por indefinición, por esa atención escindida que debe prestar a todas las posibilidades en potencia, opciones excluidas que una nueva lectura podría revelar. Indetectable como la materia oscura del universo, solo deducible a partir de las perturbaciones gravitacionales que provoca en la materia visible, al poema incumbe la gestión de toda esa potencialidad no manifiesta, la responsabilidad de responder con la música adecuada a la delicada arbitrariedad del mundo y, atendiendo al unísono a todos los estímulos, avanzar como un bailarín que se moviera como un caballo de ajedrez que se moviera como un ciervo acosado por los perros que se moviera como obús-colibrí que se moviera como un tenso alambre: ("Mariposa chuang tzé lloraba tornasol / sin saberse mariposa / entre los pétalos de madre." Manicomio).

Cuidándose de no resultar "noqueado por el pasmo", Medo aligera la dicción y tensa el fraseo en cada verso, excava sin tregua en el álgebra de la trama lingüística para sacar a la superficie su voz y llevarla a una materialidad extrema; voz que liga el significante al cuerpo: la palabra es de todos pero suyo solo su aliento. "La voz enlaza el lenguaje y el cuerpo, pero la naturaleza de ese lazo es paradójica: la voz no pertenece a ninguno de los dos. No es parte de la lingüística, pero tampoco es parte del cuerpo, la voz se halla entonces en un lugar topológico ambiguo: surge del cuerpo pero sin pertenecer a él, y sostiene al lenguaje sin pertenecerle, siendo si embargo el único punto que ambos comparten." (Mladen Dolar, Una voz y nada más).  El poema sigue el rastro, acude a la llamada de ese hilo de voz que habla con la boca cerrada, que dice apenas, pero que en su tenacidad deviene indestructible (¿no dijo Freud algo parecido del inconsciente?)

Collage de géneros y de códigos, sí obviamente, ¿acaso se podría escribir hoy de otra manera?, pero esto ya no resulta suficiente, esto ya se nos ha quedado corto como manta de la infancia (¿como mantra de la infancia?), ahora queremos más, ahora necesitamos mucho más que una mera superposición de voces -mejor o peor hilvanadas [arquitecturadas]- intentando hacerse oír, cada una largando ebria en su propio idiolecto, y Medo lo sabe, Medo está en ello, en la esforzada y gozosa superación de todo lo que nos ha traído hasta aquí. Hoy la tarea de la poesía, y de toda escritura que se precie de serlo, no puede ser otra que la de reactivar la palabras, devolverla a la vida y la tensión ...devolverle la ansiedad de un decir que nunca se alcanza, ...entregarla el dulce tormento del deseo de significar, inevitablemente insatisfecho. Porque "todos los tiempos están aquí y todas las formas están en el presente" (E. Milán), pero ya es tiempo que el presente tome su propia forma, se dé una forma que reanime los fragmentos y residuos que hemos ido recolectando ("Trapero o poeta, a ambos conciernen los desechos", en maravillosa fórmula acuñada por Baudelaire y retomada por W. Benjamin). Ahora toca investigar cómo, de qué artera manera, el instrumento despersonalizado, aleatorio y cosificado del lenguaje puede llegar a convertirse en la encarnación de lo más corpóreo y sangrante de nuestra experiencia de vida, cómo este mecanismo de piezas intercambiables, esta colección de ready-mades que tomamos de los labios de nuestra madre es lo único de que disponemos para dar cuenta de los pálpitos de la carne. Es de la acertada gestión de esa tensión entre la incandescencia de nuestra incertidumbre y la gelidez aséptica del procedimiento (de los juegos de distancia y proximidad entre ambos polos) de donde surge lo que hemos denominado creación poética. "Solo el poema nos valida / en cordial anonimato" (Lupercal), advierte Maurizio Medo, y ya nos pone tareas para la poesía que viene.
El escritor que deja hablar al lenguaje, que acepta jugar el papel de "mensajero del medio" (Boris Groys), se dirige a sus lectores desde el fondo común de la experiencia compartida del habla, invita a escuchar juntos, da a oír, interpela: se deja ir a las simas donde el espíritu se tizna de lexemas, donde la experiencia de vida establece sus capilaridades microscópicas con el signo lingüístico: las soldaduras micro-neurológicas entre la emoción y su expresión. Si toda verdad, como primera condición, ha de estar disponible en el lenguaje, la escritura poética abre el abanico de verdades posibles: explora las variedades de experiencia que la lengua consiente. Las diferentes modalidades de presencia de la palabra en los acontecimientos (y viceversa), ese es el territorio que explora la poesía de Maurizio Medo: los diferentes ángulos de refracción de lo real en el cristal de la escritura. Su serie Lupercal ("Pero algo nos obliga a injuriar / la lírica y el yambo") sigue siendo para mí una experiencia límite de lectura y, tanto como Manicomio o cualquiera de sus libros posteriores, una escritura radical a la que todavía no encuentro parangón a una y otra orilla de la lengua. Como recordaba Raúl Zurita en el texto que acompaña a la segunda edición del libro: "Manicomio es una de las mayores conquistas que la poesía en nuestro idioma puede exhibir de aquellas zonas que, anidadas en el fondo de lo humano, no habían encontrado una lengua que los expresara".
En esta nueva entrega (Y un tren lento apareció en la curva) Medo restablece en nuevos términos el pacto de lo real (sea esto lo que fuere) con su escritura, y entreabre puertas y portillos a la vida que se presenta "para cumplir su jornada", con todo "el pesado lastre de lo humano". Este tren viene directamente de su infancia y sin cesar retorna a ella, en un trazado circular que muy acertadamente ha sabido reflejar el ilustrador de la portada, "Me toma dos veces madre de la mano huérfana / mientras entierro al niño que un día me soñó". La imagen furtiva del padre y la reciente desaparición de la madre, a quien va dedicado el volumen, se constituyen en eje candente alrededor del cual se arremolinan recuerdos y experiencias.  Giuliana, la figura arrebatada de la madre, actúa página tras página, como centro irradiante en torno al cual gravita cualquier posibilidad de discurso, como campo magnético que ordena los ejercicios de memoria y las interpelaciones; así confluyen, como río y afluentes, en su infancia todas las infancias: "Ella es la fantasma de una niña" /.../ "Mamá suele visitar su infancia / folga un ratito, y luego retorna" /.../ "A veces sabía decirle Giuliana, a secas / Tal vez porque su cordón umbilical no solo / nos unía en el presente Se enredaba hasta / enlazar nuestras infancias y repentinamente / la convertía en una hermana traviesa".
Como el propio autor ironiza al inicio de uno de los poemas, quizá sea este de alguna manera uno de sus libros más metapoéticos, y a la vez, en fascinante paradoja, el más empapado de emoción y dolor de a pie. Romper el vidrio para mostrar la ventana, en eso consiste el conjunto de recursos retóricos que hemos denominado metapoesía, distanciamiento, extrañamiento, o autoconsciencia extrema de los procedimientos (lo que Bernstein ha llamado "técnicas antiabsorbentes"); en definitiva: una exhibición enfática del artificio que mantiene a raya el pasmo y el embeleso del melos poético, ...pero sucede que el desterrado regresa tras cada espantada, tenaz como el desconsuelo y la desolación, y es en ese ir y venir, en esa tozuda exploración en tránsito de las posibilidades y distancias del decir, donde -casi con toda seguridad- reside el titubeante sentido del poema.
Así nos llegan las emociones en este libro, sin que el poeta ceda un ápice en la radicalidad esencial de su propuesta, abriéndose paso entre una maraña de digresiones, interrupciones, avisos e instrucciones ("Hoy sostenemos un diálogo surgido de / la ausencia, que discurre en el presente / pero abismado en el infinitivo de la evocación / subconsciente, la misma que me obliga / a tener que advertirles: mejor no vengan") driblando toda clase de obstáculos conceptuales, esquivando la presencia disruptiva de voces y referencias externas, incluidos en esa nómina los amigos y poetas cómplices a los que el propio Maurizio convoca cada poco al texto para conversarlo desde dentro. De continuo se abren campos adicionales de atención que obligan al lector a estar muy pendiente y tomar en consideración varios escenarios al mismo tiempo.
"Las palabras son exiguas, bastante moscas / Algo más efímeras que el compás de una solfa /.../ Son una finta que amaga al recordar el color / de un lugar adonde no estuve". La investigación de enrevesadas paradojas cognitivas, la clara conciencia -a pesar de los pesares- de que la experiencia de su propia consecución es la única de que puede dar cuenta el poema, las continuas interferencias (traducidas ya a signo físico, icono que interfiere las líneas versales), la más descarnada ironía ("Las generaciones futuras escribieron solo flores / junto al hashtag #soyvanguardista"), y la quiebra de los periodos sintácticos que hace tambalear la verosimilitud del enunciado, son apenas algunas de las señales, algunas de las identificadas dinámicas formales, que nos permiten orientarnos y transitar por este texto insólito, y al cabo por un libro que a mi entender está llamado a establecerse como verdadero tour de force en el conjunto de la obra de Maurizio Medo.
La poesía está afuera (M. Medo), y el poema se hace eco, se desliza sobre la página: "sombra abajo, rastro de un vuelo" (E. Milán). El hechizo del mundo corre parejo al hechizo del poema.